LEE ATENTAMENTE EL SIGUIENTE TEXTO LITERARIO Y DESPUÉS
CONTESTA A LAS PREGUNTAS SOBRE EL MISMO.
LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS
“¿Qué
hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las
mariposas”.
El
maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de
la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas
menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de
verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas
lentes.
“La
lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay
una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando
lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en
la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de
la mariposa.”
Y
entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el
mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con
barriles llenos de almíbar.
Yo
quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo.
Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un
pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en
el aire como una vara de mimbre.
“¡Ya
verás cuando vayas a la escuela!”
Dos
de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de
quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América
para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte
para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin
habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo
iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya
trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería
verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran
parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de
basura y hojas secas, el que me puso el apodo: “Pareces un pardal”.
Creo
que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la
escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y
seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión
de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás
sobrepasé aquella montaña mágica.
“¡Ya
verás cuando vayas a la escuela!”
Mi
padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano,
la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no
dijesen ajua ni jato, ni jracias. “Todas las mañanas teníamos que decir la
frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo.
¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!” Si de verdad me quería meter
miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama,
escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día
llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese
dicho a mis padres que estaba enfermo.
El
miedo, como un ratón, me roía las entrañas.
Y
me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.
Lo
recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y
vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre,
medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta
que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.
“A
ver, usted, ¡póngase de pie!”
El
destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba
por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña,
de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim.
“¿Cuál
es su nombre?”
“Pardal”.
Todos
los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las
orejas.
“¿Pardal?”
No
me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces
había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se
desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los
árboles de la Alameda.
Y
fue entonces cuando me meé.
Cuando
los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como
latigazos.
Huí.
Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en
sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir
tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como
jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del
palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que
estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco estaba vacío.
Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo
disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y
de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis
padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una
determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y
embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.
Desde
la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con
peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo
con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo,
en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en
el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi
nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba
impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré
ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me
envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos. “Tranquilo, Pardal, ya pasó
todo.”
Aquella
noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi
padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre
el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira,
tal como había sucedido cuando se murió la abuela.
Tenía
la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche.
Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y
en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el
maestro. Tenía la cara de un sapo.
El
sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. “Me gusta ese nombre, Pardal.”
Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue
cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y
me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:
“Tenemos
un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.”
Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad
en los ojos. “Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca?
¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta.”
A
Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy
largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.
Una tarde parda y fría...
“Un
momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?”
“Una
poesía, señor”
“¿Y
cómo se titula?”
“Recuerdo
Infantil. Su autor es don Antonio Machado”.
“Muy
bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación.”
El
llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que
era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz
increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el
indiano de Montevideo.
RIVAS,
Manuel: “La lengua de las mariposas”, en ¿Qué me quieres, amor?, Madrid,
Alfaguara, 2009, pp.23-29.
GLOSARIO DE TÉRMINOS
Pardal: en gallego, gorrión.
Instrucción Pública: Ministerio
de Educación.
Abd El Krim: caudillo de las fuerzas irregulares
marroquíes que luchaban en África.
Quintos: conjunto de chicos que
realizaban el servicio militar en el mismo año.
Ateridos: muertos de
frío.
Vieira: Molusco comestible, muy común en los mares de Galicia,
cuya concha es la venera, insignia de los peregrinos de Santiago.
Indiano: Nativo
de las Indias Occidentales.
Serón: capazo de esparto que sirve para
llevar carga por los caminos.
PREGUNTAS SOBRE EL TEXTO
1.- Resume en 5 ó 6 líneas el contenido del texto.
2.- ¿Por qué llaman, según se explica en el texto, al
niño “Pardal” y quién le pone el apodo?
3.- ¿Qué defecto del habla tenía el padre del
protagonista cuando era niño?
4.- ¿Cómo se titula el poema de Antonio Machado que
recita Romualdo ante la clase?
5.- Explica con tus palabras el significado de: “Mi
nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros.”
6.- Analiza las formas verbales que aparezcan subrayadas
en el siguiente fragmento:
“Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver
la lengua de las mariposas”.
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les
enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de
cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los
niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen
el efecto de poderosas lentes”.
En el análisis debes incluir: PERSONA – NÚMERO – TIEMPO –
MODO – VOZ – VERBO EN INFINITIVO.
7.- Analiza morfológicamente las palabras subrayadas en
el texto:
“Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros
niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni
ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura.
Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el
recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: “Pareces un
pardal”.
8.- Analiza sintácticamente la siguiente frase:
“Sus
palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes”.