(La cepa castellena)
TEXTOS
Enrique Vila- Matas Exploradores
del abismo
Llevo muchos años ejerciendo de espía casual en el
autobús de la línea 24 que sube por la calle Mayor de Gracia, en Barcelona.
Tengo en casa un archivo de gestos, frases y conversaciones escuchadas a través
del tiempo en ese trayecto de autobús, y hasta creo que podría escribir una
novela tan infinita como aquella que quería hacer Joe Gould sobre Nueva York,
pues he robado y registrado todo tipo de frases sueltas, conversaciones
extrañas, disparatadas situaciones.
Un modesto delincuente, por cierto, parece haberse
enamorado últimamente de esta línea de autobús. Le llaman –ya es muy conocido
entre algunos pasajeros– el ladrón del 24. En cuanto sube al autobús,
aquellos pasajeros que le conocen advierten a gritos a los incautos: “¡Cuidado,
cuidado, que entró el ladrón del 24!”
La escena es siempre conmovedora y tiene grandeza
y hasta algo de épica popular, y a mí me recuerda, salvando todas las
diferencias, una película que vi de niño en la que la gente de los barrios
bajos se movilizaba para estrechar el cerco de un asesino de niñas. Al ladrón
del 24 le han detenido unas quinientas veces ya, pero siempre queda en libertad
y regresa al autobús, donde es muy famoso. No parece interesarle una línea
distinta, ni otro autobús. Le debe de encantar –como a mí me pasa– sentirse un
habitual de esa línea, o tal vez le apasiona simplemente repetirse… Se parece
en algo a mí: los dos robamos en esa línea de autobús. Claro que él roba
carteras y yo me limito a capturar frases, rostros, gestos…
Tengo reunidas en mi archivo frases de todo tipo
oídas, a través del tiempo, en este autobús que me conduce desde hace años del
trabajo a casa, y viceversa. Obviamente, hay algunas frases que son mejores
trofeos de caza que otras. Una de ellas es la que le oí decir en cierta ocasión
a una mujer que iba sentada detrás de mí en la parte trasera del autobús: “Del
inglés y del francés me acuerdo, pero el swahili lo he olvidado por completo”.
Me pareció una frase muy sofisticada para decirla en la línea 24. Al volverme,
vi que eran dos monjas las que viajaban detrás de mí. Las dos habrían vivido en
Africa y eso seguramente lo explicaba todo, pero la frase sigue pareciéndome
bastante sofisticada.
En otra ocasión, también memorable, un joven le
dijo de pronto a otro, cuando ya iban a bajar, en voz muy alta, muy enfadado, y
todo el autobús se enteró: “Que sea la última vez que te lo digo: mi madre es
mi madre. Y tu madre es tu madre. ¿Queda claro? ¿Me has entendido?” Parecía muy
grave el problema entre los dos. Me quedaron ganas de bajarme con ellos y
averiguar cuál era el drama.
Recuerdo muy especialmente, entre otras muchas
frases oídas y anotadas: “Le regalé unas magnolias y no me lo perdonó nunca”. Y
esta otra: “La felicidad está en el martirio”. Y ésta “Si ganas dinero antes de
los cuarenta años, estás perdido”.
Todas están anotadas, con la correspondiente
fecha. Tengo un dossier que tumba de espaldas, una información
grandiosa sobre el mundo del autobús de la línea 24.
Un día escuché a una mujer contarle a su marido
que la luna no es lo que pensamos: “No es un satélite natural de la tierra,
sino un inmenso planetoide hueco, diseñado por alguna civilización técnicamente
muy avanzada, y colocado en órbita alrededor de la tierra hace muchos siglos”.
Anoté cuidadosamente todo esto y también lo que le dijo el marido, que tenía
cara de idiota (y también esto lo anoté, me refiero a lo de la cara de
imbécil): “La luna es la luna y basta”.
Bonita frase la del idiota, algunas veces la digo,
me gusta decirla:
–La luna es la luna y basta.
Nadie sabe por qué digo eso, nadie sabe que
procede de mis escuchas de autobús. La vida en el 24 forma parte de mi archivo
más íntimo. Hasta el día de hoy siempre tuve la impresión de que todo lo que
ocurría en esa línea me concernía directamente.
El archivo –como mi vida– se ha ido haciendo
grande y complejo. Y no es extraño, porque hubo siempre, en ambos campos
–autobús y vida–, una gran cantidad de cosas para anotar. Hubo tantos gestos,
personas, tantas frases… Sin embargo, hace una semana iba concentrado en mis
pensamientos y no espiaba nada. Hay muchos días, sobre todo últimamente, en los
que, no sé por qué, pero descanso de todo esto. Me olvido de que soy un ladrón
de frases de autobús. El lunes pasado era uno de esos días. Pero de pronto pasó
algo bien imprevisto. Me encontraba de pie en el asfixiante autobús repleto,
iba apoyado distraídamente en una de las barras de la plataforma central,
cuando una mujer que hablaba por su móvil dijo detrás de mí:
–Voy a bajarme ahora, en la estación de Fontana.
Tengo treinta años, pero no sé si los aparento. No soy ni guapa ni fea. Llevo
un abrigo gris. Bueno, nos vemos. Hasta ahora.
Viajaba de espaldas a mí, de modo que no le podía
ver la cara, a menos que diera dos pasos (imposibles) para ponerme delante de
ella, o hiciera un gesto muy forzado con la cabeza pero que, con tanta gente
alrededor, habría quedado poco natural. Aquel “no soy ni guapa ni fea” me llegó
al alma. Era una frase que había oído mil veces, pero que ahora escuchaba con
intensidad diferente. Me dejó completamente preocupado. ¿Se puede realmente ser
algo intermedio? ¿Qué podía haber ocurrido en la vida de aquella mujer para que
se valorara ella tan poco a sí misma y no tuviera problemas en formularlo en
voz alta? ¿Le gustaba ser modesta? ¿Lo era simplemente y no había que darle más
vueltas a todo aquello? ¿O tal vez no era nadie y ni siquiera llegaba a
modesta? Me pareció desazonante que alguien se resignara a tanta grisura. Vista
de espaldas, era bajita, vestía totalmente de gris y hasta la negra cabellera
parecía que se le estuviera volviendo gris, llevaba una bolsa de Zara que
habría resultado un dato para identificarse más útil que aquel “no soy ni guapa
ni fea”.
Me planteé seguirla cuando se bajara en Fontana y
ver con quién se encontraba, entrar de lleno en el comienzo de una novela real.
Pero estaba yo llegando demasiado tarde a casa y no tenía tiempo para seguirla
por ahí. Por otra parte, jamás en mi vida había seguido a alguien por la calle
y no me veía para nada haciéndolo. Tu espacio es el del autobús, pensé. Y eso
me ayudó a reprimir mi idea de bajarme.
Pensé también en el libro sobre Gérard de Nerval
que estaba leyendo y me vino a la memoria una cita conmovedora: “Yo no he visto
jamás a mi madre. Sus retratos se perdieron o fueron robados. Sé solamente que
se parecía a un grabado de la época, un grabado de la escuela de Prud’hon o de
Fragonard y que podía titularse La Modestia”.
¿Era aquella mujer, toda vestida de gris, como la
madre de Nerval? Pero, ¿podía yo saber cómo era la madre de Nerval si ni
siquiera éste lo sabía? Po-día, en cualquier caso, tratar de ver cómo era la
mujer que había hablado por el móvil. Sentía mucha curiosidad por ver si
realmente no era ni guapa ni fea. Espere pacientemente para al menos verle la
cara. Cuando el autobús se detuvo en Fontana, la mujer se volvió bruscamente
hacia mí y comenzó a abrirse paso hacia la salida. La vi en un perfecto primer
plano. Un rostro de ojos rasgados y verdes, muy bello, castigado por la
tristeza y la modestia, y diría que por la desesperación. De pronto, nuevamente
me llegó la tentación de descender del autobús e ir tras ella, averiguar con
quién había quedado.
Descendió del autobús allí en Fontana y me quedé
temiendo que en la calle Mayor de Gracia su belleza se actualizara a cada
instante, según el aspecto del rostro de los otros. Me di entonces cuenta de
que hasta me sentía algo celoso de ella. Era una mujer gris, de una modestia
cautivadora. Me quedé allí como un imbécil, dentro del autobús, viendo cómo, ya
en la calle, se perdía entre la multitud que caminaba Mayor de Gracia arriba.
Aún me quedó tiempo, mientras el autobús arrancaba, para ver cómo se iba
cruzando con todo tipo de transeúntes y posiblemente les ofrecía a cada uno su
mejor imagen.
Eduardo Mendoza La
verdad sobre el caso Savolta
a)
¿A qué tipo de documento administrativo
te recuerda el formato de este texto? Justifica tu respuesta.
b)
Escribe de nuevo el texto como si se
tratara de una narración convencional
c)
¿Cuál es el punto de vista del narrador?
d)
Justifica la tendencia de la narrativa a
la que pertenece este fragmento
Que tuve conocimiento de la muerte de
Domingo Pajarito de Soto a raíz de producirse aquella, si bien no tomé parte
directa en el esclarecimiento de los hechos. Que el inspector a cargo del caso
dio por finalizada la investigación alegando que la muerte sobrevino por causas
naturales, al golpearse la víctima el cráneo contra el bordillo de la acera.
Que si bien el cuerpo presentaba otras contusiones, estas se deban al atropello
de que fue objeto por parte de un vehículo no identificado, que se dio a la
fuga. Que nada permita suponer intencionalidad en la sucesión de actos que
condujeron a la muerte del ya citado Domingo Pajarito de Soto. Que respecto a
la carta presuntamente desaparecida, nada se sabía. Que interrogadas las
personas allegadas al difunto nada pudo deducirse de sus declaraciones, no
hallándose contradicciones que coadyuvasen a modificar la opinión del agente
que llevó a cabo las pesquisas. Que la mujer con la que el ya citado difunto
vivía desapareció, ignorándose aún su paradero. Que más tarde tuve ocasión de
revisar yo mismo el caso…
Dulce Chacón
La voz dormida
a)
Justifica la tendencia de la narrativa a
la que pertenece este fragmento
La
mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba
nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un Ay
madre mía de mi vida que aún no había aprendido a controlar, y lo repetía casi
a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran parte del día escribiendo en un
cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le recorría
la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.
Ya
se había acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había
acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la
derrota se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar
explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no podía
parar de reír.
Reía.
Reía
porque Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un guante con
garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía manipularlo.
Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su
voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el
miedo.
El
miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que compartían
la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus
ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo también, en
los ojos de sus familiares.
Era
día de visita.
La
mujer que iba a morir no sabía que iba a morir.
Almudena Grandes Malena es un nombre de tango
Tengo la edad
de Cristo, y una hermana melliza, muy distinguida, que no colecciona fantasmas
y nunca se ha parecido a mí. Durante toda mi infancia, lo único que yo quise,
en cambio, fue parecerme a ella, y tal vez por eso, cuando éramos pequeñas, ya
no puedo recordar con precisión la fecha, ni la edad que ambas teníamos
entonces, Reina inventó un juego privado, secreto, que no terminaba nunca,
porque se jugaba todos los días, a todas las horas, en el tiempo real de
nuestra propia vida. Cada mañana, al levantarme, yo era Malena y era María, era
la buena y era la mala, era yo misma y era, al mismo tiempo, lo que Reina –y
con ella mi madre, y mis tías, y la tata, y mis profesoras, y mis amigas, y el
mundo, y más allá de sus fronteras, el entero universo, y la misteriosa mano
que dispone el orden mismo de todas las cosas– quería que yo fuese, y nunca
sabía cuándo cometería un nuevo error, cuándo se dispararía la alarma, cuándo
se detectaría una nueva discrepancia entre la niña que yo era y la niña que yo
debería ser. Saltaba de la cama, me ponía el uniforme, me lavaba la cara y los
dientes, me sentaba a desayunar y esperaba a que ella me llamara. Algunos días
no llegaba a pronunciar otro nombre que el mío, y yo me sentía, más que alegre
o satisfecha, comúnmente de acuerdo con mi piel. Otros días me llamaba María
antes de salir de casa, porque llevaba la blusa por fuera de la falda, o me
había llevado a la boca un cuchillo untado de mantequilla, o se me había
olvidado peinarme, o había metido los libros en la cartera sin ordenarlos y una
hoja de papel arrugada asomaba por una esquina. Cuando volvíamos a casa, por la
tarde, yo solía tumbarme en mi cama, y ella se dejaba caer despacio, desde la
suya, hasta sentarse en el suelo, para incorporarse después, muy suavemente,
sobre un costado, y yo comprobaba que su cabeza ganaba altura pero sólo
después, muchos años después, pude reconstruir por completo sus movimientos, y
me di cuenta de que se ponía de rodillas para hablarme.
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